Vicente Vallés

por Vicente Vallés | Carta al lector

Aquel día amaneció soleado y caluroso, así en Nueva York como en Madrid. La mañana transcurría con ánimo casi anodino, sin que ocurriera nada que pudiera romper la normalidad propia de eso que los humanos urbanos hemos dado en definir como “un día más en la oficina”. Pero no hay noticia sorprendente que avise antes de llegar, porque está en su propia naturaleza que así sea.

A mediodía, sin nada especial de lo que ocuparme, decidí regalarme un rato de asueto para hacer deporte. Volví a casa desde la redacción, me calcé las zapatillas de correr y encaminé mis zancadas hacia el hermoso Parque del Retiro madrileño. El sol reinaba sobre nuestras cabezas con la fuerza que aún mantiene cuando el verano empieza a languidecer en septiembre hacia el encuentro con el otoño. Como siempre, acompañaban mi carrera los auriculares conectados a la radio para escuchar los informativos. Y fue entonces cuando se rompió la paz para muchos años.

“Tenemos una noticia de última hora”, dijo a sus oyentes el periodista que dirigía el programa radiofónico. “Al parecer, un avión se ha estrellado contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. Podría tratarse de una avioneta, aunque no tenemos datos todavía”. Conectó entonces con su corresponsal en Estados Unidos, que completó algunos detalles más: salía humo de la parte alta de una de las torres, se habían movilizado varias unidades de bomberos y de servicios sanitarios y ya estaba cortado el acceso a esa zona de Manhattan. Quienes conocemos -y amamos- Nueva York sabemos que es muy habitual que aviones pequeños y helicópteros sobrevuelen la ciudad transportando a turistas que quieren ver los rascacielos desde las alturas, o a magnates de las finanzas que se lo pueden pagar para esquivar el tráfico. Podía ser un trágico accidente, y nada más que eso. No había motivo para interrumpir mi carrera.

Pero, pocos minutos después, la interrupción fue brusca, en seco. “¡Un segundo avión se ha estrellado contra la otra torre de Manhattan!”, casi gritó la radio en mi oído. Detuve mis pasos aterrorizado, di media vuelta hacia casa y quince minutos después estaba preparando la maleta. Como era de esperar, los aeropuertos de Nueva York permanecieron cerrados durante unos días, pero pude conseguir un asiento en el primer avión que despegó de Madrid con destino al aeropuerto de Newark después de la tragedia.

Han pasado veinte años cargados de miedo, incertidumbre, guerras, atentados terroristas y cambios sociales y políticos muy intensos en todo el mundo. Aquel 11 de septiembre de 2001, cuando llegué a Estados Unidos encontré a los americanos abatidos, incrédulos y desmoralizados, pero dispuestos a levantarse y dar la batalla para castigar a los culpables, para asegurar la convivencia y para que Nueva York fuera en el futuro lo que había sido hasta entonces: el lugar en el que todos cabemos y nadie sobra; allí donde cualquiera es bienvenido y que, una vez que la has conocido, se convierte en la ciudad que todos añoramos cuando no podemos pasear por ella.

Permanecí más de un mes en Nueva York, casi hasta finales de octubre. Para entonces, aún no era la envidiable ciudad de los rascacielos que me había recibido en mi primer viaje, tantos años atrás, siendo solo un niño. Pero empezaba a recuperar su pulso. Nueva York volvía a latir, volvía a ser mi Nueva York.

Regresé a Manhattan muchas veces desde entonces. El dolor no se había extinguido y, de hecho, el recuerdo nunca se extinguirá. Pero noté con claridad su renovado latido en noviembre de 2008. Desde 1992, tuve la suerte de cubrir todas las elecciones presidenciales americanas (y he seguido haciéndolo desde entonces hasta las últimas de 2020), pero siempre había informado de su desarrollo desde Washington. Sin embargo, aquella fue la única ocasión en que lo hice desde Nueva York, y tuve el privilegio de vivir en primera persona la explosión de júbilo ante la histórica victoria de Barack Obama. Era la respuesta más firme, serena y democrática que un país podía dar a la barbarie que se había producido unos años antes: el ascenso al poder de un hombre joven, de raza negra, que mezclaba la firmeza con la compasión, y que iniciaba un nuevo tiempo para Estados Unidos y para el mundo.

El paso de los años nos ha mostrado un ascenso de los extremismos populistas y, en los últimos meses, hemos sufrido una calamidad sanitaria que ha provocado, a su vez, una calamidad económica. Pero la humanidad también ha sabido mostrar lo mejor de sí misma: la empatía, la capacidad de sufrimiento, la ayuda a los demás y el desarrollo científico para encontrar en tiempo récord remedios que parecían imposibles.

El futuro es inescrutable y nos puede deparar novedades desagradables, pero la experiencia de este periodo tan difícil nos enseña que allá donde las dificultades se multiplican y parecen insalvables aparece también lo mejor de nosotros. Hemos tropezado y hemos caído, pero nos hemos levantado y hemos seguido hacia delante. Lo hace la humanidad en este año 2021, igual que lo hicieron los neoyorkinos en aquel año 2001. Quizá porque, como nos enseña el tango, veinte años no es nada. O quizás porque, muy al contrario, veinte años es una eternidad que merece ser vivida y contada. Contada, en Grazie Magazine.

Vicente Vallés

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