Recuerdo una tarde de diciembre, fría; recuerdo esa tarde que estaba con mis padres porque era la primera vez que entraba en una librería. Tenía ocho años. Recuerdo el comentario que me hicieron al oído: «Aquí puedes tener una experiencia única que, si te gusta, siempre te acompañará en tu vida».
Mis ojos no eran capaces de admirar tanta belleza reflejada en una multitud de libros, en esas estanterías repletas de ilusiones por descubrir, por adentrarme en multitud de sensaciones y, sobre todo, de compartir experiencias con estos libros con los que nunca me pude sentir más feliz. Recuerdo ese olor a libro antiguo; recuerdo el primer libro en mis manos, una imagen que aún conservo en mi memoria como el primer día; recuerdo la sensación en mis manos de su tacto, de sentir un cosquilleo que me embargaba de emociones. Qué feliz estaba.
Me viene a la mente el título del libro que elegí; me viene a la mente la impaciencia por leerlo, por saber qué historias me podría contar, por adentrarme en sus palabras, en sus hojas de luz tenue, en descubrir qué sensaciones tendría con su lectura, qué experiencia única —como me dijeron mis padres— sentiría.
También recuerdo la promesa que me hicieron mis padres cuando salimos de la librería, con el libro en mis manos, «envuelto» en ilusiones por llegar a casa: «Hijo, hoy hemos decidido que, por tu pasión por este libro que llevas en tus manos, por sentirte feliz por leerlo y porque queremos compartir esta ilusión contigo, con tu ayuda, tanto tu madre como yo, aprenderemos a leer y a escribir para compartir esta nueva etapa de tu vida».
Nunca la lectura, nunca la cultura han dado tan buenos momentos a una familia para la que trasmitir todo lo bueno de las experiencias adquiridas con la lectura a sus semejantes es la herencia cultural que me dejaron mis padres.
Todavía conservo el libro de la infancia, ese libro que me hizo descubrir un mundo nuevo, una visión diferente de lo que me rodeaba. Nunca podré agradecer a la lectura lo que me ha enseñado, lo que me ha trasmitido y, sobre todo, lo que gracias a esa tarde de diciembre he podido trasmitir a mis hijos.
En nuestros hogares, en el día a día, nunca debe faltar una excusa, una sugerencia, un incentivo para que nuestros hijos adopten la lectura como un valor familiar, como un vínculo para conocer, trasmitir y sensibilizar.
He recobrado sensaciones, esa forma de escribir para sentir, de leer para disfrutar, de compartir tantos y tan buenos momentos: tardes de pasión y lecturas que cautivan el alma. He vivido tantas experiencias que el significado de sus palabras en cada artículo, cada coma y punto me dan las pausas para ilusionarme y seguir ávido de emociones. Doy las gracias a las personas que con tanta dedicación y entusiasmo componen Grazie Magazine y, desde su corazón y utilizando pluma y tintero como antaño, nos trasladan a otras épocas en las cuales la lectura era fuente de inspiración y de conocimiento.
Francisco Mena Espada
Científico Medioambiental
#SiempreGraZie
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Científico