Aunque yo la sienta mía, esta escueta definición de la cultura fue escrita por el historiador griego Diógenes Laercio en el siglo III. ¿Estarían sufriendo alguna calamidad que justificara tan certero pensamiento? ¿Alguna pandemia tal vez?
Después de oír una desgracia tras otra en las noticias por fin llega la sección cultural, y no sé tú, pero yo es cuando empiezo a respirar. Cuando nos están contando la última inundación, el último incendio, la nueva cifra de contagios que se eleva como aquella mata de habas; otra huelga, otra estafa, otro corrupto, un rosario de terremotos que hacen sacudirse a la tierra cual si quisiera deshacerse de la soga que le hemos puesto al cuello… De pronto, cambiando el semblante y hasta el tono de voz de la locutora o del presentador de turno, hablan de un estreno de cine o de teatro, de la publicación de una novela o la inauguración de una exposición. Es entonces cuando me pongo a hacer las paces con la vida, a reconciliarme un poco con este aciago mundo al que nos han traído.
No se puede negar que la sensibilidad, la emoción, o el simple entretenimiento, aunque solo nos los estén anunciando, son capaces de rescatarnos de una caída libre en picado, como si de repente los brazos de Supermán nos cogieran cuando estamos precipitándonos desde lo alto de un rascacielos. La cultura nos salva, y qué poco se lo agradecemos.
Es el despertar del hombre, según María Zambrano. Cuando estamos dormidos, aletargados por la vorágine diaria, agazapados en el rincón de una subsistencia de corto alcance o agarrados al mando a distancia como a un clavo ardiendo, el hada madrina de la inquietud -inquietud de la buena- nos espabila y nos agranda la visión del mundo, de las cosas. Entonces corremos a comprar entradas para un concierto, o a abrir ese libraco que tanto nos asusta para zambullirnos en el laberinto de las páginas que alguien muy culto -que alguna vez no lo sería tanto-, escribió para que nos perdiéramos y nos encontráramos en ellas. Lo malo es cuando no haya libros en los que guarecernos, ni películas o conciertos que nos devuelvan, aunque sea durante un par de horas, la belleza que se nos arrebata a cada instante.
De Ralph Waldo Emerson hay una frase interesante: la cultura es una cosa y el barniz otra, (como veréis me he estado currando la Wikipedia a base de bien, otra fuente de cultura, por cierto). Seguro que nos suena, el barniz que cubre las grietas de ese mueble en bruto, pero no lo puede salvar si no hay una buena madera debajo. La petulancia, la pedantería o la pretenciosidad que abunda entre nosotros -y en nosotros- y que tantas veces nos nubla el discernir, el distinguir el grano de la paja, lo trascendente de lo intrascendente… Pero aun así creo que siempre queda algo, y ese algo, siendo optimistas, se puede acabar esparciendo, y aunque solo sea paja esparcida se podrá hacer algo con ella ¿no?, igual algún día acaba convirtiéndose en grano. Cultura de consumo, de quita y pon, de decir cosas eruditas cuando estamos frente a otros que nos parecen más eruditos que nosotros, la del quiero y no puedo pero voy a poder como quiera que sea; también nos vale si de alguna forma enciende la mecha del interés, sea bienvenida cualquier cosa que alivie “la insoportable tosquedad del ser”. Siempre será mejor que nada.
Es el aprovechamiento social del conocimiento, esa es de García Márquez, buena ¿eh? Una sociedad es mejor cuanto más conoce y más se conoce, aunque a muchos no les interesa que sepamos demasiado, a la vista está. Pero el saber nos da discernimiento, juicio, opinión, aunque al final acabe comprimido en un sobre con un voto dentro que tampoco sirva para mucho, pero nunca se sabe… Solo el que sabe es libre -decía Unamuno-, y más libre el que más sabe. No el que más grita al discutir no para que se escuchen sus palabras, sino para que no se oigan las del otro. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas, continuaba Don Miguel con un pensamiento que llevaría marcado en sus propias sienes, como buen maestro en lid por una educación libre e independiente, ¡cualquier cosa! especialmente en el tiempo que le tocó vivir. Libertad para volar, pero que antes se construyan buenas alas, ahí reside el meollo de la cuestión, en la educación que se cocina fuera y dentro de casa, dentro y fuera del aula, porque no hay hombres cultos: hay hombres que se cultivan (Ferdinand Foch), o dicho de otra forma, las herramientas están a nuestro alcance, al de unos más que al de otros, vale, pero ahí están. Nadie nace sabiendo, ni siquiera queriendo saber, por eso la educación es primordial, es como el maniquí desnudo al que se va vistiendo prenda a prenda con el saber que se nos regala para cubrir los espacios vacíos (esta frase es mía, no sé si pedir perdón).
Antonio Machado decía que en cuestiones de cultura y de saber, solo se pierde lo que se guarda; solo se gana lo que se da. Así de generosa es, y debe ser, una cultura que no se quede encerrada en las bibliotecas ni en las universidades, sino que se desborde como una presa incontenible. Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública, puede medirse la cultura de un pueblo (John Steinbeck), y por la desidia y la indiferencia que sufren los que más pelean por extenderla, los que tienen la misión de transmitirla y que muchas veces no cuentan con los medios o el apoyo para hacerlo. Hablo de los maestros, los profesores, los educadores de vocación, una raza en franco peligro de extinción, mártires con mascarilla intentando que su voz -y no sus microbios- se alce por encima de la telilla calando a los que tienen enfrente, contagiándoles no sus virus sino las ganas de saber que otros les contagiaron a ellos antes. Sufriendo el olvido impune de un sistema que se preocupa más por que las cifras, los índices y los porcentajes estén reflejados adecuadamente en los planes de estudio y las programaciones que en ayudarles, dejándoles actuar con libertad y responsabilidad -dejándoles un poquito en paz-, para que la semilla del conocimiento, de las ganas de conocer, germine en las cabezas de sus alumnos, de alguno al menos. Qué poco se les aplaude, qué poco.
Es verdad que la cultura no se enseña, no se estudia así de carrerilla para luego examinarse y sacar un diez en “culturilla general”; se enseñan otras cosas que a veces hay que memorizarlas y otras simplemente asimilarlas, y esas, junto con la experiencia de la calle, del entorno familiar, los amigos y las redes sociales (queramos o no) componen un collage en el que cabe mucho más de lo que pensamos. Porque la cultura despierta la curiosidad, y no al contrario (esta también es mía) y puede estar sujeta a cualquier movimiento del ser humano. Y está en los libros y en los museos, pero también en las plazas, en los monumentos, y en los viajes, y en el gusto por averiguar, y en el gusto por disfrutar, y en las fiestas populares, en las iglesias y fuera de ellas, y en los teatros aforados o sin aforar, en las salas de concierto y en las salas alternativas, en el móvil y en la tablet, en la tradición y en la innovación, y en el deporte (sobre todo si se participa), en los barrios, en el centro urbano y en los pueblos, donde mejor se preserva la cultura que heredamos, y en las grandes capitales, y en lo que compramos, y en lo que comemos, y en lo que deseamos. El deseo también es cultura, ahí mismo nace.
Es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió (André Maurois), pero evidentemente hay que aprender, de cada cosa y de cada día, con la humildad suficiente para admitir que solo sabemos que no sabemos nada. Y concebirla como algo inherente a nosotros, un determinante de nuestro carácter personal e intransferible, porque la cultura de una nación reside en el corazón y en el alma de su gente -esto lo dijo Gandhi, que sabía lo que decía-, y no necesariamente en esos libracos que casi nadie abre y casi nadie entiende.
Y ahora está herida, no de muerte porque la cultura, lo mismo que la materia, ni se crea ni se destruye, solo se transforma, y queda después de nosotros como quedaron los tiestos de barro y las monedas de bronce, pero está enferma y hay que cuidarla mucho, mimarla mucho. La conservación es importante, y el respeto por lo que se hizo hace mil o hace doscientos años, pero, como dijo el filósofo Johan Huizinga, si deseamos preservar la cultura hay que seguir creándola, no conformarnos con encalar viejas paredes y restaurar cuadros antiguos, sino construyendo nuevos hitos que hinchen el pecho de los que vienen, pintando o esculpiendo obras que abran la boca de nuestros tataranietos, para que hagan colas y paguen por entrar en los museos a verlas.
Porque la cultura se paga, la material y la inmaterial, con la entrada del museo, con tus impuestos y con los míos, con la cuota de las plataformas digitales sin piratear (¡que nos están salvando la vida en los confinamientos hombre!), con el IVA de los libros sin fotocopiar -si no se puede el de tapas duras se compra el de bolsillo-, que nadie se va a quedar sin leer porque no pueda pagarlo, eso pasaba hace un siglo, pero ya no. Y las subvenciones estatales, las ayudas y los patrocinios, otorgados con cabeza y con criterio (el criterio, la piedra filosofal de la cultura), y la música de pago, aunque ya casi no se vendan discos se gasta uno el dinero en las aplicaciones que dan su parte a los creadores, a los autores, ¿o es que pensamos que viven del aire? Los cantantes tienen que pagar su hipoteca, igual que los guitarristas y los bailarines. No viven encerrados en cápsulas autoabastecibles hasta que salen al escenario a entretenernos, no sé si me explico. Y los actores, los guionistas y los directores de escena no viven del aire que sobra del aire que se gasta en todo lo que de verdad se considera necesario. No hay suficiente aire sobrante que les permita seguir respirando, seguir creando para nuestro deleite después de dar de comer a su gente y comprarse un par de zapatos nuevos.
La escritora Matilde Asensi dice que el arte y la cultura aumentan la armonía, la tolerancia y la comprensión entre las personas. ¿Se trata o no de una cuestión de máxima prioridad? Norman Mailer va un poco más allá: vale la pena realizar muchos sacrificios por nuestra cultura. Sin la cultura somos todos unas bestias totalitarias. Sacrificios que remedien el cierre de plazas de abastos, de comercios señeros que dan carácter y personalidad a nuestras calles, en peligro constante de convertirse en nuevos Starbucks o Domino´s pizza. Sacrificios que eviten la ruina de las salas de cine que no podrán sobrevivir a esta debacle si no es con el apoyo de las instituciones -y del público en cuanto nos dejen-, de las galerías de arte en riesgo de realquilarse para tiendas de “desavíos”, de las salas de conciertos y auditorios semi abandonados, de teatros cerrados por defunción, por defunción del interés por salvar la cultura. El Pavón Kamikaze ha sido el último en bajar la persiana, y debería haber habido alguna jornada de luto oficial, porque estamos hablando de algo más que un teatro, un proyecto que se había convertido en referente en el panorama escénico en todo el país, así como un ejemplo de cultura accesible, y encima rentable. Pero no lo ha podido resistir, si están en la cuerda floja El Circo del Sol o el Shakespeare´s Globe Theatre de Londres, ¿no van a estarlo nuestras salas, mucho más frágiles económicamente?
Pero no caigamos en el derrotismo, por muy tentador que sea según está el panorama, hay que tener esperanza, que de peores hemos salido -y ha salido la cultura-, y superar el miedo a que nos volvamos todos como esos transeúntes idiotizados de los que hablaba Emil Cioran cuando se preguntaba ¿pero, cómo hemos podido caer tan bajo? ¿Estaría el hombre viendo un telediario justo antes de que empezaran a dar las noticias culturales? O tal vez un programa cualquiera de nuestra selecta parrilla -que también los hay excelentes, no digo que no-, en fin, ese es otro tema, la televisión. Como dijo Groucho Marx, demostrando una vez más que el humor, junto con la cultura, es el mejor refugio para la adversidad-: la televisión ha hecho maravillas por mi cultura, cuando alguien la enciende me voy a la biblioteca y leo un buen libro.
Amén.
Sobre la autoría
Ángel de Quinta sueña con ser escritor, pero mientras eso llega…escribe. Y enseña cursos de humanidades a alumnos norteamericanos en la Universidad de Sevilla (Historia Cultural de España, Arte y Cultura en al-Andalus, Novela y Cine…). Es autor del libro de texto “Lecciones de Cultura y Civilización Española” (Ed. Diada, 2013), y como apasionado de las artes escénicas y en especial del teatro musical, publica periódicamente en su blog “Stage door” (angel-stagedoor.blogspot.com) para no alejarse demasiado de sus adoradas calles de Broadway. En los últimos años ha colaborado en diversas publicaciones con reseñas, críticas teatrales o artículos de diversa índole como la revista “Pop up teatro” o el blog literario “Editorial Acto Primero” (editorialactoprimero.com/blog/)
Escribir es recordar lo que nunca pasó, ojalá lo hubiera dicho yo pero ya lo hizo Siri Hustvedt, que me cogió la delantera. Traer de los desvanes de la memoria lo que se soñó y no se hizo, las vidas que se imaginaron y no se vivieron, o las que están por llegar sin aún intuirlo. Lo que no comprendo lo escribo, eso sí es mío –creo yo- y tal vez el motor principal que me impulsa a pelearme con el blanco pérfido e inmaculado del papel o de la pantalla. A ver quién gana hoy.
Si te ayudo a recordar lo que nunca existió o a comprender lo que no entiendes con mis humildes escritos, es gracias a GraZie Magazine y a la bondad de quienes la inventaron como un arma de construcción masiva, gracias a ellos y a ti por regalarme tiempo y atención. Siempre GraZie.