Por Ángel de Quinta
Una cabra se encuentra a otra en lo alto de un monte comiéndose una cinta de vídeo y le pregunta: ¿te gusta?, a lo que ésta responde: la verdad, me gustó más el libro.
Lo siento, es que no hay muchos chistes que elegir sobre adaptaciones cinematográficas. Pero no me digáis que no habéis contestado alguna vez lo mismo que la cabra.
Desde que el mundo es mundo, o al menos desde que tenemos noticias de la existencia de algún tipo de escritura, el hombre se ha empeñado en relacionar las palabras con las imágenes. Ahí están el Código de Hammurabi o los papiros egipcios, signos o letras junto a figuras que las ilustran, explicando qué quieren decir o qué están haciendo esos muchachos tan bronceados andando todo el rato de perfil. Novela y cine miles de años antes de que fueran inventados. Tal vez temieran cansar al lector con una ristra de caracteres sin dibujos que los hicieran más entretenidos, quizás el primer hombre que escribió algo en alguna parte ya tenía el mismo miedo que tengo yo ahora y que han sentido todos los que se han puesto delante de un papel (o una piedra) en blanco: aburrir al personal.
Si revisamos algunas obras maestras de la literatura universal nos puede dar la impresión de que sus autores –dígase Homero o Shakespeare- temían y deseaban que alguna vez fueran llevadas al cine. Por una parte el miedo a que se traicionara su esencia y por otra la oportunidad de que fueran conocidas por muchos más de los que las pudieron leer, sin hablar de la pasta que se embolsarían con los derechos de autor. Ellos ya sabían que nada podría mejorar la relación entre su propia imaginación y la del receptor. La descriptiva que surge de cada palabra unida a otra palabra y así sucesivamente, en la mayoría de los casos, sólo trata de atrapar la imagen que hay en nuestra cabeza, dándole forma y vida únicas. Nada como la fantasía de un lector entregado, no hay mejor película que la de uno mismo, ni mejor director que el que habita en nuestra propia mente. ¡Corten! A positivar.
El cine, desde sus orígenes allá cuando acababa el siglo XIX, siempre mostró una acusada inclinación por dar vida a relatos que ya existían. Novelas antiguas, obras de teatro o cuentos infantiles supusieron un atractivo innegable para productores y directores pioneros que querían asegurarse con su película el mismo éxito que antes tuvo la obra publicada. Trabajar sobre seguro, errando en muchos casos en los que ni de lejos llegaron a alcanzar la popularidad que aquella había tenido. Incluso antes de que se inventara el cine con sonido, las películas solían beber de las fuentes de la literatura, modelando con sólo dieciséis fotogramas por segundo (por eso Charlot parecía tener siempre tanta prisa), y algún que otro subtítulo, el argumento del libro sacando el máximo partido a la imagen en movimiento.
El alcalde de Zalamea, Alma de Dios, El Abuelo… aún sin palabras se convirtieron en éxitos por lo mucho que podían expresar los actores con sus gestos y muecas. “No necesitábamos diálogos, teníamos rostros” decía la olvidada Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses. De viejos libros salieron Amanecer, Los diez mandamientos, Nosferatu, Intolerancia… que tuvieron más éxito que muchas de las películas sonoras que se estrenaron años después. Pero es indiscutible que el matrimonio definitivo entre literatura y cine llegó en 1927 al aparecer la que muchos consideran primera película “hablada” de la historia, El cantor de jazz, por cierto basada en un exitoso musical de Broadway. Curioso que en el preciso instante en que el cine empezó a emitir sonidos corrió en busca del teatro, y en éste y muchos otros casos, del teatro musical.
Desde entonces ha habido cientos de libros convertidos en cine, y los guionistas de dentro y fuera de Hollywood se han afanado en empaparse cada best seller buscando en ellos la idea que rompiera taquillas e hiciera más caja que su predecesor. No olvidemos que la presión empresarial de la industria cinematográfica siempre ha sido mayor que la de las editoriales, por muy comercial que sea el tocho del que estemos hablando.
Desde Lo que el viento se llevó a El señor de los anillos, desde El padrino hasta cada uno de los Harry Potter que en el mundo han sido –un buen ejemplo éste de cuando la literatura tiene las mismas expectativas financieras que la mayor de las superproducciones-, palabras imaginadas por unos y hechas imágenes por otros. Veinte páginas que describen Atlanta en guerra y cuatro minutos que nos enseñan a Rhett Butler y Escarlata O´Hara huyendo en carreta de aquel infierno. Con más o menos fidelidad, las páginas se transforman en fotogramas, incluso a veces de forma libérrima, ¿o no sabías que El diario de Bridget Jones es una adaptación de Emma de Jane Austen? También Romeo y Julieta se convirtió en su versión más comercial en West Side Story, pero eso sí lo sabías. De una “masterpiece” a otra, aunque eso no siempre ocurra. A ver qué hace ahora Spielberg con la nueva versión que está preparando sobre este doble clásico y que nos tiene en vilo a todos los fans del musical.
Lo importante es contar una historia, si no hay historia no hay novela ni película que valga, y muchas veces para poder trasladarla del papel al celuloide hay que meter tijera y cortar por aquí o añadir por allá. Es como hacer un traje, romper para armar, y por eso tantas veces hemos visto en películas personajes que no estaban en el libro o hemos echado en falta alguno que sí estaba. Porque hay cosas que funcionan al leerlas pero sobran al verlas, y porque el lector es diferente al espectador, el primero tiene más paciencia que el segundo, y por lo general más imaginación al ir pasando páginas que el que sostiene el cubo de palomitas. Por eso a la cabra le gustó más el libro, porque lo hizo suyo, se metió en su mente y en su alma integrando la narración en su propia experiencia, en su propia fantasía. Bueno y porque les gusta el papel, por si alguno no lo había pillado.
La idea es lo que vale, ya venga de un serial de radio, de la sección de sucesos de un periódico o de la misma biblia, por cierto, uno de los libros más adaptados de la historia. Una noticia aparece en el Chicago Tribune en 1924, dos asesinas en busca de fama ingresan en prisión. Al poco la periodista Maurine Watkins escribe una obra de teatro sobre el mismo asunto que incluso llegó a estrenarse en Broadway, espera, todavía sin música ni canciones. Seguidamente, como solía suceder cuando una obra tenía cierto éxito, fue llevada al cine nada menos que por Cecil B. DeMille y quince años después se estrenó otra película sobre el mismo tema esta vez con sonido y con Ginger Rogers como protagonista, pero no, todavía no bailaban ni cantaban en esta versión. La idea de contar lo mismo añadiéndole “todo ese jazz” surgió de la mente calenturienta de un Bob Fosse en el cénit de su carrera –muchos dicen que en realidad se le ocurrió a su compañera y musa, Gwen Verdon, y yo me lo creo- y así fue como nació Chicago, a musical vaudeville que fue estrenado enBroadway en 1975, reestrenado a lo grande en 1996 (hoy es uno de los musicales que más tiempo seguido llevan sobre un escenario, junto con Los Miserables y El Fantasma de la ópera, también nacidos de famosos libros), y finalmente vuelta al cine, en este caso musical, de la mano de Rob Marshall en 2002. Y a cada uno de los pasos que ha dado este relato a lo largo de su dilatado periplo se le han ido uniendo nuevos adeptos, y cada vez se ha hecho más popular y ha ganado más premios, pero también ha ido perdiendo más contacto con el suceso original, de tanto añadirle y quitarle cosas unos y otros. No es el único caso que se me ocurre, pero con éste ya tenemos bastante para muestra, que no quiero caer en el peor de los errores que un libro, una película o un musical (o un articulillo como éste) deben cometer, cansar al receptor.
Historias que han cabalgado con mayor o menor fortuna de un medio a otro. Grandes éxitos que lo han sido en sus tres dimensiones (papel, celuloide y tablas), a los ya mencionados Los Miserables o El fantasma (salidos de los trabajos de Victor Hugo y Gastón Leroux respectivamente), hay que sumarles piezas de éxito arrollador como Rent (versión descontextualizada de La Bohème, que también había sido una novela), Kiss me Kate (revisión burlona de La fierecilla domada de Shakespeare), La bella y la bestia (desde la penumbra de Cocteau hasta la fantasía de Disney), Cabaret, My Fair Lady, Oliver!, El rey y yo, Hello Dolly!, Camelot, Mary Poppins, Sonrisas y lágrimas… y ahí paro, que podría seguir hasta…
“Yo no leo libros, si de verdad merecen la pena ya harán la película”, creo que fue Shirley MacLaine la que pronunciaba esta frase en Magnolias de acero, también obra de teatro antes que película, y si no es ya un musical estará a punto de serlo. Y es que resulta más fácil pasar un par de horas en un sofá o en la butaca de un cine que tres semanas con una novela entre manos, esa es la cuestión por triste que pueda parecer: el irresistible atractivo de lo fácil, lo que tantas veces ha provocado la vulgarización de un material excelente, convertir un plato de caviar de beluga en un cheese burguer. Pero siendo sinceros, ¿no es verdad ángel de amor –también el Tenorio ha pasado con más o menos gloria por los tres formatos- que hay veces que nos apetece mucho más una buena hamburguesa que un manjar inalcanzable? Lo importante es que esté bien hecha, con su lechuguita, su tomate, su cebolla y su justo punto de plancha, como importante es que sea como sea la interpretación del original se haga con talento y dignidad, cosa que no siempre sucede.
Algunos de los más estrepitosos fracasos del musical han sido perpetrados por adaptaciones de clásicos que no han sido bien entendidos o por sus autores o por un público que no ha dejado de añorar la película o la novela de la que proceden. Los puentes de Madison, Rebecca, Doctor Zhivago, Desayuno con diamantes… ¿te acuerdas de estos musicales? Ni tú ni nadie, tal como fueron estrenados fueron retirados de la circulación por falta de acogida mayormente. Ni siquiera Lo que el viento se llevó pudo resistir la comparación con la novela y sobre todo con la mítica película de la que partía este fallido musical. Y es que hay que tener mucho valor…
Si echas un vistazo a la cartelera de nuestra capital encontrarás alguno de estos ejemplos, pero no precisamente de los fracasados, sino de los que gozan del aplauso entregado del público (Applause, adaptación del relato de Mary Orr y de la película Eva al desnudo, perdón, lo dejo ya). El ya citado traslado de la obra de Shakespeare se puede ver en el Teatro Calderón celebrando el centenario de su compositor, Leonard Bernstein. West Side Story hace las delicias de un público que cae rendido ante sus coreografías, sus interpretaciones y una de las mejores partituras jamás escritas. El Médicoadapta la novela de Noah Gordon –de la que también se hizo un filme- y la convierte en un magnífico musical escrito por el onubense Iván Macías y producido netamente en nuestro país. La emocionante aventura de Robert Cole por un mundo enfermo de intolerancia se envuelve en un puñado de impresionantes números musicales en el Teatro Nuevo Apolo, gozando de la bendición del autor del texto original así como de una más que estimulante crítica. Y no vamos a hablar mucho más de El Rey León, que fue Hamlet (o algo parecido) antes de ser uno de los más sonados taquillazos Disney y que sigue formando colas en el Lope de Vega de la Gran Vía. ¡Dios salve a El Rey de la cartelera madrileña, que siga rugiendo por mucho tiempo!
Pero hay que hacer mención a un show que viene de una película que después fue novela invirtiendo el orden al que estamos acostumbrados. Billy Elliot. La magnífica cinta de Stephen Daldry (2000) se transformó en un texto de considerable éxito entre el público adolescente escrito por Melvin Burgess años antes de que Elton John lo hiciera musical. Uno de los que mejor acogida han tenido en la historia de nuestro teatro y que todavía puedes ver en el Nuevo Teatro Alcalá. Los vellos de punta con esta impecable producción. Y luego está 33 El Musical (la historia como nunca antes te la han cantado), otra de las producciones españolas que nos hacen congratularnos del caldeado panorama del show business patrio, y que, al igual que el celebérrimo Jesus Christ Superstar se basa en la vida y milagros –y sobre todo en la pasión y muerte- de Nuestro Señor recogidas en el Nuevo Testamento, tal vez el mayor best seller de la historia (igual ya ha sido desbancado por Harry Potter, pero de éste aún no han hecho un musical). Lo tienes en el Espacio 33 de Ifema, y acaban de prorrogar, de lo que nos alegramos mucho. A propósito, ya está anunciada una nueva versión de la obra maestra de Sir Andrew Lloyd Webber que se estrenará en el teatro EDP de la Gran Vía en pocos meses. Este Jesucristo Superstar vendrá protagonizado nada más y nada menos por quien lo hizo en la película de Norman Jewison del 73, el legendario Ted Neeley. Sólo por esto ya merecerá la pena correr por una entrada.
Pero vamos a dejar las sagradas escrituras a un lado –ya lo sé, estamos en cuaresma y nos vienen al pelo- para adentrarnos en los oscuros senderos de la narrativa gótica. Si a Mary Shelley le hubieran dicho que su novela de 1818 sobre el moderno Prometeo se iba a convertir en una de las comedias más desternillantes del cine… no sé, igual se habría hartado de reír, aunque no me imagino yo a esta señora riendo mucho, la verdad. Este famoso texto ha sido adaptado mil y una veces al cine y una sola al teatro musical, precisamente de la mano y con el sello inconfundible del que antes lo hiciera película, Mel Brooks. El Jovencito Frankenstein lleva meses divirtiendo al respetable público que sale del Teatro EDP –hay que ver los nombres que les ponen a los teatros últimamente, éste me suena a mortuoria, perfecto para este show por otra parte- con una sonrisa de oreja a oreja. Con dirección y adaptación de Esteve Ferrer y coreografía de Montse Colomé, y un elenco en estado de gracia pero de la de reírse a carcajadas, liderado por Víctor Ullate Jr. en el papel protagonista al que acompañan los geniales Marta Ribera, Jordi Vidal o Teresa Vallicrosa, la función garantiza diversión y espectáculo al cien por cien, adaptando la versión estrenada antes en Broadway y en Londres con gran acierto.
Y las que están por llegar, ya se rumorea que las brujas de Wicked piensan aparcar sus escobas en los alrededores de la Gran Vía. Otra novela, otro musical y en un futuro, esperemos que no tan lejano, la superproducción de Hollywood que llevan tiempo considerando. Y es que este material arrastra fans por todo el mundo desde que Gregory Maguire publicara su libro-precuela sobre El Mago de Oz y poco después se estrenara unos de los más grandiosos montajes conocidos en Broadway. Pero de esto aún no tenemos fe ni fecha, sólo ganas, muchas ganas. Y que no nos falten nunca las necesarias para abrir un libro o comprar una entrada, que el show debe continuar, sí, show must go on! También sobre Queen se hizo un musical mucho antes de esa maravillosa Bohemian Rhapsody que acabas de ver ¿lo sabías? Vale, ahora ya sí, claqueta final ¡Corten!
Sobre la autoría
Ángel de Quinta sueña con ser escritor, pero mientras eso llega…escribe. Y enseña cursos de humanidades a alumnos norteamericanos en la Universidad de Sevilla (Historia Cultural de España, Arte y Cultura en al-Andalus, Novela y Cine…). Es autor del libro de texto “Lecciones de Cultura y Civilización Española” (Ed. Diada, 2013), y como apasionado de las artes escénicas y en especial del teatro musical, publica periódicamente en su blog “Stage door” (angel-stagedoor.blogspot.com) para no alejarse demasiado de sus adoradas calles de Broadway. En los últimos años ha colaborado en diversas publicaciones con reseñas, críticas teatrales o artículos de diversa índole como la revista “Pop up teatro” o el blog literario “Editorial Acto Primero” (editorialactoprimero.com/blog/)
Escribir es recordar lo que nunca pasó, ojalá lo hubiera dicho yo pero ya lo hizo Siri Hustvedt, que me cogió la delantera. Traer de los desvanes de la memoria lo que se soñó y no se hizo, las vidas que se imaginaron y no se vivieron, o las que están por llegar sin aún intuirlo. Lo que no comprendo lo escribo, eso sí es mío –creo yo- y tal vez el motor principal que me impulsa a pelearme con el blanco pérfido e inmaculado del papel o de la pantalla. A ver quién gana hoy.
Si te ayudo a recordar lo que nunca existió o a comprender lo que no entiendes con mis humildes escritos, es gracias a GraZie Magazine y a la bondad de quienes la inventaron como un arma de construcción masiva, gracias a ellos y a ti por regalarme tiempo y atención. Siempre GraZie.