Patatas con café

por Ángel de Quinta | Gastronomía

No preocuparos que no voy a dar una receta combinando estos dos ingredientes, aunque tal como está el mundillo culinario bien podría salir algo exquisito mezclando tales productos. Por si acaso no retemos a los superchefs que hoy por hoy nos salen hasta de debajo de las piedras, o de los fogones.

El producto más popular que nos trajimos del Nuevo Continente frente a uno de los más importantes que allí llevamos, a lo largo de una carrera sin fin por ver quién se enriquecía más sin importar las consecuencias; llegando, viendo, venciendo, y ocupando, y destruyendo… eso es historia, y algunas cosas de la historia -unas pocas-, son indiscutibles. Como indiscutible es que también hemos construido algo, algún que otro puente por el que cruzar desde la opresión a la cooperación, desde la imposición al diálogo, desde la enemistad hasta la fraternidad. No siempre resulta fácil vislumbrar todo lo bueno que, con el tiempo, nació del contacto entre el viejo y el nuevo mundo, a no ser que estemos hablando de alimentos. De alimentos deliciosos.

 

Sal y Pimienta

Cuando estamos cumpliendo 500 años de la primera circunvalación del planeta, y a pesar de que muchos de los actos conmemorativos de esta proeza han tenido que ser aplazados hasta mejor ocasión, resulta interesante reflexionar sobre la cara y la cruz de cada acontecimiento que la historia nos ha puesto en el camino. De no ser por el largo y penoso viaje que Magallanes y Elcano se empeñaron en culminar, hoy no tendríamos que confinar un planeta en el que un virus llega desde Asia hasta Europa en un santiamén, igual que solíamos llegar nosotros mismos -y lo volveremos a hacer en cuanto nos dejen-, igual que viajan las influencias, las modas y los productos que, siendo por completo ignorados hace cinco siglos, hoy nos resultan imprescindibles. Son las luces y las sombras de una globalización que conecta con celeridad todo lo bueno y también todo lo malo, y que aunque en la última centuria ha alcanzado niveles incontrolables, comenzó muy lentamente, en el momento en que a algún occidental se le ocurrió echarle un poco de pimienta al guiso.
Y es que, por muy exagerado que pueda parecer, la primera motivación del descubrimiento de las nuevas rutas marítimas, desde Vasco de Gama y Colón a los citados marineros circunnavegantes, no la tuvo solo la ambición ni la necesidad, ni las ansias de saber y conocer, ni la curiosidad por ver cómo era la tierra que pisaban, ni siquiera la obsesión por conquistar, aunque no podríamos negar que todo esto ayudó. Pero la razón verdadera es mucho más pequeña, y oscura, y redonda, como la semilla sabrosa y picante que había que ir a buscar a los confines de una tierra aún desconocida.

Desde Granada a Tokio, en caravanas y carromatos, desde Constantinopla a Indonesia, persiguiendo sustancias que crecían en el lejano oriente y que cada vez se hacían más necesarias en las cocinas de occidente. De todas ellas, las más importante y precisa: la pimienta. Pimienta para condimentar, para aromatizar y también -y este fue uno de sus usos más necesarios- para conservar alimentos que habían sobrepasado su caducidad, en tiempos en los que las viandas no venían precintadas y selladas con una fecha de expiración. Para esconder el olor o el sabor a podrido, cuando no se tiraba nada a la basura porque la basura estaba en las bocas abiertas de los más hambrientos. De conservar aquellas carnes y embutirlas en tripas y pellejos envueltos en pimienta machacada, nació el salchichón que hoy nos merendamos tan ricamente, y muchos otros embutidos -de ahí el término- que tan populares son en la gastronomía actual.

Los romanos, aún desconocedores de esta importante especia, lo hacían con sal marina desde muchos siglos antes, y sin comerlo ni beberlo (es un decir) inventaron el jamón serrano.
Es digno de mencionar cómo dos sustancias tan simples, tan cercanas que nos suelen aguardar en pequeños botecitos sobre la mesa de cualquier restaurante al que vayamos, hayan afectado tanto a la historia de la humanidad. Y es que la humanidad, sin lugar a dudas, lleva cientos de miles de años peleando por llevarse al plato lo mejor que pueda encontrar.

Pimienta, canela, clavo, azafrán… apilados en carros y galeras que surcaban con mil fatigas y peligros la interminable Ruta de la Seda, por la que los productos más preciados (tejidos, alfombras, perfumes, piedras preciosas, especias…) circulaban desde tiempos antiguos, marcando un eje comercial sin parangón entre una y otra punta del mundo. Atravesando montes y ríos, inviernos y veranos, tormentas y nevadas, invasiones, guerras, cruzadas y demás obstáculos que hacían a veces imposible sobrevivir a tan penosa misión. Pero la necesidad daba valor a los mercaderes que se buscaban la vida esquivando la muerte. Precisamente para poder trazar circuitos menos arriesgados y más rápidos -a veces se tardaban años en completar la ruta-, se fueron estableciendo vías alternativas que evitaran los puntos más conflictivos. Los textos escritos por Marco Polo en el siglo XIV describían un mundo muy distinto del que habló Vespucio en el XV o Ramusio en el XVI, y no porque la tierra fuera cambiando, sino porque cada vez se obcecaban más en el conocimiento y el control del medio, sobre todo por razones económicas y comerciales. Y para buscar recursos más fácilmente, y traer y llevar sustancias que entonces eran tan urgentes como hoy pueden serlo el petróleo o el gas natural.

De la ambición de estos surgió la de otros que aprovecharon sus hallazgos y confiaron en sus ideas y teorías, por muy revolucionarias que pudieran parecer. Primero los portugueses y luego los españoles se empeñaron en escrutar rutas marítimas que aligeraran la tremenda travesía hasta el lejano oriente, y entre estas surgieron propuestas que entonces se consideraban ridículas, hasta suicidas, de llegar más rápido al oriente cortando por occidente. Entonces llegó Colón y el famoso huevo que puso de pie al mismo tiempo que ponía boca abajo muchos de los conceptos preconcebidos sobre nuestro planeta. El resto es historia, o historias, porque la teoría tantos siglos aseverada del “Descubrimiento Colombino” -al igual que muchas otras afirmaciones de la historiografía oficial- hace tiempo que dejó de considerarse una verdad absoluta.
En cualquier caso, no es osado afirmar que entre las intenciones de buscar un atajo para llegar antes al Este, una muy importante, primordial podríamos decir, fue la de traer alimentos al Oeste con bastantes menos penurias.

Y allá, casi por casualidad, llegamos con barcos cargados de… de hombres cansados, enfermos, hambrientos, a pesar de que las embarcaciones iban repletas de víveres y animales que garantizarían su abastecimiento. De hombres ambiciosos y sedientos de encontrar una tierra de provisión a la que sacarle el máximo jugo, como así fue. Y de cerdos, los primeros que pisaron aquella supuesta isla asiática, y de conejos, pollos y gallinas ponedoras. Los primeros huevos que llegaron a la desconocida “tierra a la vista” de los españoles que alcanzaron el nuevo continente. Aún sin saber que lo era.

Los huevos de Colón

 

Bendito sofrito

Y entonces el huevo conoció a la patata y poco después nació la tortilla. Pero no tan rápido, se puede decir que en el primer viaje de Colón ni se distribuyeron muchos alimentos por las islas del Caribe ni tampoco trajeron muchos desde aquellas costas. En aquel momento el oro era la prioridad, bueno, y después también. El oro y la supervivencia en un medio ajeno y en muchos casos hostil. Muy gradualmente, y gracias a la observación que los visitantes hicieron de la vida de los indígenas, empezaron a descubrir productos que estos consumían y que aquí eran del todo desconocidos, sin atreverse a probar la mayoría por temor a los efectos que pudieran ocasionarles. Pero este temor fue desapareciendo conforme los viajes se hicieron más frecuentes y el contacto con el mundo aborigen más estrecho. Por otra parte, la mayoría de las sustancias que los españoles comenzamos a exportar tuvo el claro propósito de adecuar la tierra que iban a ocupar a su vida cotidiana y su sustento. La idea de plantar trigo, cebada, vides, olivo o arroz no surgió con la intención de alimentar a los nativos, sino para hacer más llevadera la permanencia de los colonizadores que iban llegando. Para poder desayunar con pan y aceite, almorzar con vino y cenarse unos huevos pasados por agua. Pero el caso es que muchos de estos productos -cereales, árboles, animales- se fueron aclimatando con rapidez, hasta que en no demasiado tiempo se fue experimentando un cambio sustancial en la economía agrícola americana.

Se sabe que en el segundo viaje ya se embarcaron semillas, junto con caballos y yeguas, y una considerable cantidad de herramientas y utensilios para construir y sembrar una tierra que se brindaba fértil y generosa. En el tercero viajaron agricultores y hortelanos y se tiene certeza de que ya se comenzó a sembrar el trigo, un cereal desconocido en el nuevo continente pero que no tardó en aclimatarse y hacerse cada vez más necesario. Y en el cuarto ya se estaban plantando naranjos, limoneros o higueras que enriquecieron aún más la exuberante oferta frutal que allí disfrutaban. La transmigración de especies continuó creciendo en una y otra dirección a medida que avanzaba la ocupación no solo de españoles; portugueses, ingleses, holandeses o franceses se apresuraron a zarpar en busca de un trozo de aquel pastel que estaban dispuestos a devorar entre todos, para seguir con el símil culinario.

Algunas especies agarraron y otras no, la mayoría de los productos necesitaron años, décadas, para arraigar entre los gustos de la población, mientras otros gozaron de una acogida inmediata. Es el caso del tomate (xitomatl en lengua náhuatl), que desde los Andes llegó al Imperio Azteca y de allí a los mercados españoles del XVI, aunque los primeros que lo probaron por aquí se quedaron sin saber qué decir. El aspecto les resultaba suculento, como una fruta exótica de atrayente color -de hecho se comenzó a utilizar, al igual que la piña, para decorar las grandes mesas-, pero al saborearlo decepcionaba no encontrar el dulzor que se espera de una fruta, además de ser considerado por muchos como venenoso. Así que tuvieron que pasar siglos hasta que se empezara a valorar como uno de los alimentos más preciados de nuestra cocina.
¿Qué sería de ella sin el tomate? ¿Y sin el pimiento? Con este último sucedió todo lo contrario, desde el momento en que el primer saco llegó a España, a Sevilla concretamente, gozó de una enorme aceptación incorporándose con naturalidad a nuestros ingredientes más populares. El historiador Francisco López de Gómara, en su “Historia general de las Indias” cuenta cómo Colón dio a probar un ají a los Reyes Católicos cuando lo recibieron a su regreso de la primera travesía atlántica, y cómo les quemó la lengua al probarlo, tanto que a punto estuvieron de prohibir su consumo. Pero al igual que los de Padrón, los pimientos americanos -capsicum annuum-, unos pican y otros no, y dan sabor y color a los guisos y encima se digieren bien por ser ricos en fibra… pues con nosotros que se quedaron para siempre. Y de esa forma nació el sofrito, prólogo y obertura de cada plato tradicional que nos pongamos a preparar. Como ya teníamos cebollas y ajos desde siglos atrás, además del aceite y la sal, el tomate y el pimiento vinieron a completar la sagrada cuaterna sin la que no podemos concebir ni un potaje ni una paella.
¡Bendito sea!

De puercos y chorizos

Está el mundo lleno -el viejo y el nuevo-, eso lo tenemos asumido. Pero hablemos mejor de otra especie mucho más sabrosa y bastante menos perjudicial, la que hizo que desde la prehistoria quisiéramos a este animal como uno más de la familia, o incluso más. Se cree que los primeros cerdos que llegaron a América fueron en las bodegas de las carabelas y la nao que arribaron en la Isla de Guanahani en 1492. Por ser valientes y resistentes, por adaptarse a circunstancias difíciles y encima tener una carne de la que se podía aprovechar hasta la última libra. En México se les llamaba “cochini” que en lengua nativa significa dormilón, al observar lo que dormían y roncaban las criaturas, y de ahí la palabra cochino, una de tantas formas de llamarlos. Pero les llamemos como queramos (puerco, chancho, marrano, gorrino… que nunca una bestia tuvo tantos apelativos), un hecho irrefutable es cómo se aclimataron a aquellos pastos y de qué forma enriquecieron los platos allende los mares.

De entre todas las fusiones culinarias que el ser humano ha inventado, una de las más gloriosas es, sin lugar a duda, la que junta al mejor animal que allí exportamos con una de las más sabrosas especias que nos trajimos, el polvo rojizo -oro rojo molido- que jamás falta en nuestras despensas. El pimentón, dulce o picante, revuelto con el magro del cerdo se transforma en uno de los más sencillos y deliciosos manjares de la mesa española: el chorizo. ¿Y si lo acompañamos con huevos y patatas fritas? “Simple pleasures”, como dicen los ingleses. Míralos ahí juntos, un collage de rojos y amarillos -¿no será ese el verdadero origen de nuestra bandera?- representando con su sabor y sus propiedades lo mejor que pudo salir de aquel inestimable intercambio.

La patata (solanum tuberosum) se considera el producto estrella que nos llegó de aquellas tierras, por mucho que este tubérculo carnoso rico en vitamina C, hierro y potasio, llegara antes a los establos que a las mesas de los señoritos, siendo considerado entonces alimento de los animales, o de los pobres. Aquí gustaba más el boniato -también proveniente de Centroamérica- por su dulzor y suave textura, ya que la patata era dura e insípida, ignorantes aún de las infinitas posibilidades culinarias de esta sustancia. Como infinitas son las variedades existentes de este vegetal: más de cuatro mil especies distintas están registradas en el Centro Internacional de la Papa en Perú, de donde se considera originaria. Nos llegó en la segunda mitad del siglo XVI, concretamente al Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla, primer lugar donde hay constancia de su adquisición para alimentación humana. Al fundarse en dicha ciudad la Casa de Contratación de las Indias, allí se recibirían muchos productos que aún estaban por analizar, antes de que se extendieran hacia el resto de Europa. Y así sucedería con la patata, iniciando en nuestro entorno un recorrido en el que acabaría alimentando a pobres y a ricos, remediando penurias y hambrunas, y haciéndose imprescindible en la dieta cotidiana del viejo mundo. Actualmente es el cuarto alimento más cultivado en el mundo, junto con el maíz -también llegado de las Américas-, el trigo y el arroz.

Es cierto que aquí comíamos pan y aceite, y bebíamos vino y cerveza, como cierto es que gozábamos de las bondades frutales de los cítricos, el melón, la sandía, las uvas, o las manzanas mucho antes de que llegáramos a las Indias Occidentales, así como de legumbres variadas, garbanzos o lentejas, y que teníamos café y té, aunque su consumo no estuviera tan difundido antes del siglo XIX. Pero nos faltaba la patata, y el tomate, claro, y el pimiento, primordiales para lo que conocemos como “dieta mediterránea”, que aunque goza de más de cinco mil años de antigüedad parece que la hayamos inventado ayer, seguramente porque no hace mucho fue designada como patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco, pero hay que recordar que los egipcios ya la consumían a diario, bueno, los que podían, aunque tampoco tenían patatas, ya hubieran querido.
¡Ni cacao!

Dehesa

Muerte por chocolate

¿Te imaginas un mundo sin chocolate? Seguramente prefieres no hacerlo. Sin un buen chocolate caliente a la taza, o sin bombones, sin esas tabletas de las que antes de romper la onza ya estamos salivando… Pues así fue. Siglos y siglos sin conocer sus bondades hasta que un bendito día el tan traído y tan llevado Colón fue agasajado por los mayas con unas habas oscuras con las que hacían una bebida fuerte y amarga, un brebaje reservado para los reyes y la aristocracia que daba energía y valor. En su cuarto y último viaje a las Américas -aún sin saber que serían las Américas-, el almirante junto a su hijo Hernando, trajeron a España las semillas del cacao y poco después Hernán Cortés se las ofreció a Carlos V como muestra de su conquista, habiendo degustado una bebida medicinal que elaboraban procesando estos granos: el xocoatl. Él mismo daba cuenta de los efectos de este líquido amargo que se servía frío y espumoso, afirmando en una misiva al monarca que era capaz de mantener fuertes a los soldados en un día completo de instrucción.

Sin embargo, el chocolate no se desprendió de su carácter medicinal para hacerse bebida de placer hasta que, en 1534, un monje cisterciense que venía de ultramar lo llevó al Monasterio de Piedra, donde se pusieron a experimentar con sus posibilidades. Y en la cocina del monasterio comenzaron a probar combinándolo con distintas sustancias hasta que, según afirman los historiadores, nació el famoso chocolate a la taza, caliente, espeso, y lo más importante, endulzado con la vainilla, que también llegó del otro lado del charco, con miel o canela. A partir de ahí comenzó a convertirse en una de las sustancias más demandadas por la clase alta, sin haber fiesta o recepción en la que no se sirviera, y desde Carlos III a María Teresa de Austria, todos comenzaron a morir -de gusto- por la sagrada bebida, que conforme se extendió entre el pueblo llano fue encontrando múltiples formatos, como el chocolate en tabletas que tan popular es en la actualidad. Y el de cobertura, el chocolate blanco, el negro puro, y las trufas, y…
De América vinieron el pavo, la mandioca, también los cacahuetes y los aguacates, como nos llegó la calabaza y la chumbera, y el girasol que pinta nuestros campos de amarillo, además de todos los manjares anteriormente citados, apilados en las bodegas de los galeones que llegaban primero al Guadalquivir y luego a Lisboa, a Amberes, a Marsella o a Southampton. Y hasta allí mandamos las vacas, los pollos, los cerdos, las naranjas y los limones, el arroz y el trigo, aunque muchos de esos alimentos tampoco fueran oriundos de aquí, pero ya estaban aclimatados e integrados en nuestra forma de vida y de sustento. Y el olivo, y su savia generosa que alegra el pan que comemos, y la lechuga, también nueva para nuestros hermanos de la otra orilla, y las ovejas, y las abejas, y el tabaco que mascaron los indianos y los colonos, y el café que empezó a despertarlos por la mañana y aún lo sigue haciendo.

Ojalá hubiera sido así, un reparto amistoso, un intercambio generoso en el que nadie hubiera salido perdiendo y así todos hubiéramos ganado. Pero la realidad fue otra, lo sabemos, la historia nos lo ha contado, y lo que es historia, por desgracia, no se puede cambiar. Al menos podemos recordar, cuando en esta orilla nos tomemos un chocolate caliente -si es con churros mejor-, o en la otra se beban un rico café con leche, las cosas buenas que nacieron de aquel encuentro, que, seamos optimistas, también las hubo, y más de las que creemos, aunque hoy solo hayamos hablado de alimentos, de alimentos deliciosos.

Ángel de Quinta

#Siempre GraZie

Balsa de cacao en un mar de chocolate

 

Sobre la autoría

Ángel De Quinta

Ángel de Quinta

Escritor y Profesor de Historia | Web

Ángel de Quinta sueña con ser escritor, pero mientras eso llega…escribe. Y enseña cursos de humanidades a alumnos norteamericanos en la Universidad de Sevilla (Historia Cultural de España, Arte y Cultura en al-Andalus, Novela y Cine…). Es autor del libro de texto “Lecciones de Cultura y Civilización Española” (Ed. Diada, 2013), y como apasionado de las artes escénicas y en especial del teatro musical, publica periódicamente en su blog “Stage door” (angel-stagedoor.blogspot.com) para no alejarse demasiado de sus adoradas calles de Broadway. En los últimos años ha colaborado en diversas publicaciones con reseñas, críticas teatrales o artículos de diversa índole como la revista “Pop up teatro” o el blog literario “Editorial Acto Primero” (editorialactoprimero.com/blog/)

Escribir es recordar lo que nunca pasó, ojalá lo hubiera dicho yo pero ya lo hizo Siri Hustvedt, que me cogió la delantera. Traer de los desvanes de la memoria lo que se soñó y no se hizo, las vidas que se imaginaron y no se vivieron, o las que están por llegar sin aún intuirlo. Lo que no comprendo lo escribo, eso sí es mío –creo yo- y tal vez el motor principal que me impulsa a pelearme con el blanco pérfido e inmaculado del papel o de la pantalla. A ver quién gana hoy.
Si te ayudo a recordar lo que nunca existió o a comprender lo que no entiendes con mis humildes escritos, es gracias a GraZie Magazine y a la bondad de quienes la inventaron como un arma de construcción masiva, gracias a ellos y a ti por regalarme tiempo y atención. Siempre GraZie.

Ir al contenido